miércoles, 10 de marzo de 2010

Testamento


                                                 Nacido monje
                                       Muerto rey
                        Semejante tormenta
                                       no tiene fin.
                        Estaré con ustedes
                                      y con los dralas.
                                       ¡Buena suerte!
                                                   CTR
                                                                    

                                                      

Conocí a Nicanor Parra en 1974 durante un viaje a Chiloé organizado por el Departamento de Teatro de la Universidad Austral de Valdivia. Parra y otro poeta del que he olvidado el nombre dieron una especie de charla en la que se habló de surrealismo y antipoesía. Todo esto en una sala de clases con un gran pizarrón al fondo donde Parra dibujó el número del amor según Raymond Radiguet (el 88, pero "pegaditos", lo que sugiere dos corazones entrelazados). No me acuerdo de gran cosa, aparte de que Clemente Riedemann estaba ahí, y que comimos y tomamos sin restricción. De lo que nunca me he olvidado es que a Don Nica le dio un ataque de asma con la fumadera que teníamos en el autobús. Aunque abrió la ventanilla, y nos pidió que por favor hiciéramos lo mismo, era obvio que esto no era suficiente. Se estaba ahogando. Abrimos la ventanilla, pero fumé (fumamos) sin parar todo el trayecto. Sólo años después comprendí lo que había sufrido cuando yo mismo me empecé a ahogar, no sé si a causa de los gatos o del cigarrillo, o de los dos al mismo tiempo. Lo volví a ver en Las Cruces, en casa de Jaime Silva, y años después en La Reina, esquina de Vista Hermosa y Los Portales, frente al correo. La última vez que lo divisé fue en 1987, en Vermont, Karmê Chöling, en el parinirvana de Chögyam Trungpa Rinpoché, el gran maestro tibetano que implantó el budismo vajrayana en Norteamérica. Lo vi de lejos, en medio de un grupo en el que reconocí a Allen Ginsberg. No me extrañó verlo, porque sabía que eran amigos y porque había un encuentro de poetas en Nueva York. Yo mismo había llevado a alguien que no era budista y que no conocía a Rinpoché. "¿El entierro de un maestro tibetano? ¡No me lo pierdo por ningún motivo!" Llegamos en autobús y caminamos hasta el lugar donde se llevaría a cabo la ceremonia. El día, al principio triste y nebuloso, se despejó de golpe como si alguien hubiera abierto las cortinas y el sol se puso a brillar alto en el cielo. El aire dorado y azul parecía vibrar alegremente con el sonido de los tamboriles y las campanillas de los lamas invitados. Bajo un toldo erigido para la ocasión se alineaban los tronos cubiertos de brocado de los grandes maestros venidos de todo el mundo a precidir el evento. A la distancia me pareció reconocer a Su Eminencia Jamgon Kongtrul Rinpoché y a su lado al Regente Vajra Ösel Tendzin (con anteojos oscuros). Al final, justo antes de partir, siempre de lejos, vi a Su Santidad Dilgo Khyentze Rinpoché, con el torso desnudo, gigantesco, apoyado en dos monjes que le servían de bastón. Hicimos una larga y lenta fila para ofrecer un kata tradicional de despedida. Marché un momento con Gerry Hasse-Dubosc y su señora aunque pronto nos separamos sin despedirnos. Al llegar al stupa, me detuve un momento pensando si arrojaría junto con el kata un objeto que traía en el bolsillo de la chaqueta. Pero un kasung nos conminó a seguir avanzando y sólo tuve tiempo de lanzar el kata. Saliendo del terreno en que estaba el stupa me encontré con mi amigo y decidimos alejarnos un poco del gentío. Desde una cierta altura vimos a un monje introducir grandes manojos de leña en la boca del stupa hasta que el horno empezó a rugir cubriendo casi totalmente el barullo festivalero de la gaita y el mugido sepulcral de las trompetas tibetanas. Hubo como una explosión silenciosa y tres columnas simultáneas de humo dibujaron un tridente en la cima de la chimenea. La gente aplaudió y de inmediato surgieron largas cintas de vapor, en arco sobre la bóveda celeste, como las huellas de naves invisibles que hubieran surcado el espacio a gran velocidad. Yo vi alejarse al galope un jinete de luz color turquesa y alguien nos señaló unas águilas (o cóndores) que giraban diminutos muy arriba en el cielo transparente y sin nubes. Un tipo con traje gris y corbata a pesar del calor pasó a nuestro lado con una bandeja de plata y nos ofreció un pedazo de torma. Lo que quedaba era un especie de paisaje desolador con las marcas de los dedos de todos los que habían metido mano. Yo escogí el centro, pero de pronto el tipo nos dio la espalda y empezó a alejarse, así es que tuve que estirar el brazo y trotar a pasitos cortos para agarrar un pellizco y llevármelo a la boca. La fiesta había terminado. Salimos de ahí marchando en fila india. Lentamente dejamos atrás el valle (al que no he vuelto) y ni tristes ni alegres una vez en la entrada principal partimos cada uno por su lado.

Gabriel Rojo (2010)



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